lunes, 8 de octubre de 2012

Fragmentos sobre España de "El invierno del mundo" (Ken Follet)


En una España que, en un intento improductivo de cerrar las heridas de una guerra civil, aún no se ha sentado a debatir serenamente las razones del surgimiento del fascismo, tienen que venir de fuera a impedir que algunos malintencionados traten de reescribir la historia. Afortunadamente nuestra historia es una parte de la historia de Europa y del mundo y es difícil de cambiar sin el consentimiento de todos los implicados.

Hace unos días que se ha publicado una nueva novela de Ken Follet, El invierno del mundo (continuación de "La caída de los gigantes". Será leída por millones de personas en todo el mundo. La historia se desarrolla después de la primera guerra mundial y el surgimiento del fascismo. Aunque en forma de novela cuenta historias que han sucedido y hemos empezado a olvidar. Se menciona en varias ocasiones la situación de España:


—Ya basta de tanto hablar de mujeres —dijo Cara—. Billy, cuéntanos qué noticias hay de España.

—La cosa está mal —contestó él.

Europa entera estaba pendiente de España. El gobierno de izquierdas que había salido elegido el pasado mes de febrero había sufrido una tentativa de golpe de Estado apoyado por los fascistas y los conservadores. El general rebelde, Franco, había conseguido el respaldo de la Iglesia católica. La noticia había sacudido el resto del continente como si fuera un terremoto. Después de Alemania e Italia, ¿también España, de pronto, caería bajo la maldición del fascismo?

—La sublevación ha sido una chapuza, como seguro que sabréis ya, y ha estado a punto de fracasar —siguió contando Billy—. Pero Hitler y Mussolini han acudido al rescate y han salvado el alzamiento transportando por avión a miles de soldados rebeldes de refuerzo desde el norte de África.

—¡Pero los sindicatos han salvado al gobierno! —intervino Lenny.

—Eso es cierto —dijo Billy—. El gobierno ha reaccionado con lentitud, pero los sindicatos se han puesto al frente organizando a los trabajadores y proveyéndolos de armas que han sacado de arsenales militares, buques de guerra, armerías y de allí de donde las han podido encontrar.

—Al menos alguien contraataca —dijo el abuelo—. Hasta ahora los fascistas se han salido con la suya en todas partes. En Renania y Abisinia simplemente hicieron acto de presencia y cogieron lo que les dio la gana. Gracias tenemos que darle a Dios de los españoles, vaya. Han tenido suficientes agallas para oponerse.

Se produjo un murmullo de aprobación entre los hombres que estaban apoyados en las paredes.

Lloyd recordó de nuevo aquel sábado por la tarde en Cambridge. También él había dejado que los fascistas se salieran con la suya. Bullía por dentro de frustración.

—Pero ¿pueden imponerse? —preguntó el abuelo—. Parece que ahora lo crucial son las armas, ¿verdad?

—Justamente —dijo Billy—. Los alemanes y los italianos suministran armamento y munición a los rebeldes, y también aviones de combate y pilotos. Pero al gobierno de España elegido en las urnas no lo ayuda nadie.

—¿Y por qué demonios no? —preguntó Lenny, enfadado.

Cara levantó la mirada desde los fogones. Sus oscuros ojos mediterráneos refulgían en un gesto de desaprobación, y Lloyd creyó ver en ellos a la chica guapa que había sido su abuela una vez.

—¡No quiero palabrotas en mi cocina! —advirtió.

—Lo siento, señora Williams.

—Yo puedo explicaros el verdadero porqué —dijo Billy, y todos los hombres callaron para escucharlo—. El primer ministro francés, Léon Blum, socialista, como ya sabéis, lo tenía todo dispuesto para enviar ayuda. Ya cuenta con un vecino fascista, Alemania, y lo último que quiere es un régimen fascista también en su frontera sur. Enviar armas al gobierno español pondría en pie de guerra a toda la derecha francesa, y también a los socialistas católicos del país, pero eso Blum podría soportarlo, sobre todo si tuviera el apoyo británico y pudiera decir que armar al gobierno de España es una iniciativa internacional.

—¿Y qué se torció? —preguntó el abuelo.

—Nuestro gobierno le quitó la idea de la cabeza. Blum vino a Londres y el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, le dijo que no lo secundaríamos.

El abuelo montó en cólera.

—¿Por qué necesita ningún apoyo? ¿Cómo puede un primer ministro socialista dejarse mangonear así por un gobierno conservador de otro país?

—Porque también en Francia existe el peligro de un golpe de Estado militar —explicó Billy—. Allí la prensa es de la derecha más recalcitrante, y están espoleando a sus propios fascistas hasta límites insospechados. Blum podría enfrentarse a ellos con el apoyo de Gran Bretaña… pero quizá no sin él.

—O sea, ¡que otra vez tenemos que ver cómo nuestro gobierno conservador adopta una actitud benévola con el fascismo!

—Todos esos tories tienen dinero invertido en España: vino, carbón, acero, industrias textiles… y les da miedo que el gobierno de izquierdas acabe expropiándolo todo.

—¿Qué dice Estados Unidos? Ellos creen en la democracia. ¿No están dispuestos a vender armas a España?

—Se diría que sí, ¿verdad? Pero existe un influyente grupo católico muy bien financiado, encabezado por un millonario llamado Joseph Kennedy, que se opone a enviar cualquier tipo de ayuda al gobierno español. Y un presidente demócrata necesita el apoyo de los católicos. Roosevelt no hará nada que ponga en peligro su new deal.

—Bueno, de todas formas sí hay algo que podemos hacer —dijo Lenny Griffiths, y en su expresión se reflejó toda su rebeldía adolescente.

—¿El qué, Len, muchacho? —preguntó Billy.

—Podemos ir a España a luchar.
Mientras tanto, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos habían llegado a un acuerdo con Alemania e Italia para adoptar una política de no intervención en España, lo cual quería decir que ninguno de ellos suministraría armas a ninguno de los dos bandos. Solo eso ya había puesto furioso a Lloyd: ¿es que las democracias no tenían el deber de apoyar a un gobierno elegido en las urnas? Pero la cosa era aún peor, porque Alemania e Italia quebrantaban ese acuerdo todos los días, tal como la madre de Lloyd y el tío Billy advertían en los numerosos mítines públicos que habían celebrado ese otoño en Gran Bretaña para hablar de la cuestión española. El conde Fitzherbert, como ministro del gobierno responsable, defendía su política con firmeza y decía que no había que armar al gobierno de España por temor a que se decantara hacia el comunismo.

Aquello, tal como Ethel había expuesto en un discurso mordaz, era la pescadilla que se mordía la cola: la única nación que estaba dispuesta a apoyar al gobierno español era la Unión Soviética, de modo que era natural que los españoles quisieran acercarse al único país del mundo que les ofrecía ayuda.

Lo cierto era que los conservadores tenían la sensación de que España había elegido a unos representantes peligrosamente izquierdistas. A hombres como Fitzherbert no les desagradaría ver que el gobierno español era derrocado por la fuerza y sustituido por otro de extrema derecha. Lloyd hervía de frustración.
El Consejo del Pueblo Judío contra el Fascismo y el Antisemitismo, fundado por el propio Bernie y más personas hacía tres meses, había hecho un llamamiento a una contramanifestación multitudinaria para impedirles a los fascistas la entrada a las calles judías. Su lema era una frase en español: «¡No pasarán!», el grito de los defensores antifascistas de Madrid. Lloyd se preguntó por qué aquellos que querían destruir todo lo bueno de su país eran precisamente los que más prisa se daban en enarbolar la bandera nacional.